Diseño de interiores: la Ventana de Marcel Benedito

Diseño de interiores: la Ventana de Marcel Benedito
Casa Sardinera de Ramón Esteve. Foto: Mariella Apolonio

miércoles, 27 de agosto de 2014

En tu casa me colé...

Nunca la televisión se había mostrado tan interesada en el mundo de la casa como ahora. Se multiplican los programas que se apoyan, de una forma u otra en la intromisión en domicilios ajenos, para dar a conocer personajes, situaciones, problemas o, incluso, espacios para vivir.
En nuestra entrañable programación actual tenemos espacios con periodistas que visitan la casa de los famosos, programas que recorren alucinados las mansiones horteras más pretendidamente lujosas del mundo, reportajes de españoles perdidos (en todos los sentidos) por el planeta, programas que explican cómo es la vida de un grupo de jóvenes que comparten piso, realities que se cuelgan del día a día de unos famosillos, otros que intercambian cónyuges, reeducan niños conflictivos, e incluso alguno dedicado a la educación canina. Nunca había sido tan fácil colarse en casa de los vecinos.
La cámara inunda los hogares ajenos en un ejercicio de voyeurismo siempre atractivo, siempre irresistible, con la excusa de retratar costumbres y usos sociales, hurgar en las complicadas vidas ajenas y, de paso y a veces  inconscientemente, enseñar cómo son esos sitios donde los “otros” escenografían sus vidas.



Hermano Mayor, programa de Cuatro. ¿Qué se desestructura antes, la casa o la familia?

La casa, como escenario siempre a punto para registrar horas y horas de “acontecimientos” supuestamente interesantes, no deja de ser un plató barato, con actores que trabajan gratis, incluidos los perrunos, dispuestos a mostrar sus intimidades y a ponerles un punto de acidez si la tele lo requiere, con tal de cumplir con los quince minutos de fama que Andy Warhol nos prometió. O sea que, detrás de este supuesto fenómeno, en realidad, lo que hay es una televisión low cost que suple con imaginación lo que no puede hacer con presupuestos decentes.
Pero, bienvenido sean los agujeros de la cerradura televisiva que nos permiten espiar la casa del vecino, si gracias a ellos nos hacemos una idea del estado de la cuestión en lo referente a interiorismo real. Y decimos real, en contraposición al ideal que retratamos las revistas, convenientemente espigado entre las viviendas más bellas o más graciosas, y sin despreciar el toque final que le da un buen estilismo.


Españoles en el mundo de La Sexta muestra que el mal gusto es un lenguaje internacional

Esta es la realidad de la vida y, digámoslo con toda crudeza, la realidad no puede ser más triste. O más esperanzadora para los estudios de decoración si este país se despertara un día consciente del enorme agujero estético en que se mueve. Mientras hace tal improbable cosa, nos regodearemos con esos documentos impagables que muestran cuán lejos estamos del ideal de belleza de un hogar moderno: sencillo, confortable y luminoso.


El Inefable Joaquín Torres nos explica cómo se concibe una supercasa desde La Sexta, a base de imaginación y algo de presupuesto.


Las casas que vemos son feas, incómodas y mal resueltas. Las cocinas son imposibles, los baños irritantes y los salones ñoños. De los dormitorios, mejor no hablar. Hay algunas honrosas excepciones que confirman la regla, pero el resto da una pena muy profunda. Y aún estamos dispuestos a excusar las viviendas más humildes (esas donde los niños berrean en el suelo con profesionalidad), por una simple cuestión de recursos. Cuando no hay dinero, quién va a pedir sensibilidad formal… Pero esas mansiones de gente ricachona decoradas con toneladas de mal gusto, esas naves supuestamente modernas donde las cámaras vigilan a la gente, esos escenarios de reality patéticos… a esos no los indultamos. Les imponemos un severo castigo en forma de bajada de audiencia. Si las empresas con campañas publicitarias han decidido abandonar un programa determinado por el mal olor de sus contenidos, también lo harán con otros espacios por la fealdad de sus escenarios. Así es la vida, señores. Se siente.

lunes, 18 de agosto de 2014

Mercados Gourmet: claustrofobia de diseño

Hace unas semanas tuve ocasión de conocer el recién inaugurado Mercado de San Agustín, en la ciudad de Toledo. Un espacio precioso proyectado en el interior de dos viejas casonas toledanas, que disfruta de una generosa altura en la que se distribuyen tres plantas y un sótano recuperado de unas antiguas ruinas medievales. Los autores del proyecto de rehabilitación, A.M.A. Estudio de Arquitectura, han tenido el buen gusto de dejar visibles algunas de las huellas arquitectónicas preexistentes, creando plantas y accesos diáfanos que no interfieren en la visión del espacio... hasta que se llena.
En ese momento álgido en que se oye el frotar de manos de los promotores, cuando la flor y nata de la ciudad y los turistas despistados se reúne entre sus paraditas y se apretujan para conseguir un tradicional plato de costillitas de lechal o un sofisticado sushi, es cuando aparecen los defectos del Mercado de San Agustín así como los de otros santos gourmets que les acompañan. San Miguel, San Antón, San Ildefonso y el Huerto de Lucas (aún sin canonizar) en Madrid, el Mercat de La Princesa y La Boquería en Barcelona, El Mercado Central de Valencia. Algunos de ellos aún conservan el carácter de comercio de alimentos al detall pero su reconversión en chiringuitos de picoteo es cuestión de tiempo y de lo que marquen las leyes del imperio del turismo.



El Mercado de San Agustín, en Toledo, el último santo que se incorpora a la iglesia de la gourmetología. Evitarlo el sábado por la noche.
El gran aliciente de los mercados gourmets son las múltiples paraditas de especialidades que permiten pasear, mirar y tomar algo de capricho. Un formato reducido y domesticado del clásico deambular por los bares de tapas, pero reconcentrado en unos pocos metros cuadrados que impiden el paseo festivo, el cigarrillo y el trago de aire fresco. En su virtud llevan su mayor pecado: la claustrofobia.



La belleza de la arquitectura del acero es eterna. Quién iba a decir a principios de siglo pasado que los turistas se daría codazos por entrar aquí.

Parece que en ninguno de estos espacios el interiorista ha pensado en el público y en la lógica necesidad de sentarse relajadamente para degustar los platillos que se les ofrece, hasta el punto de que el mayor gusto que proporcionan entre un pincho de tortilla y media docena de ostras es largarse de allí con viento fresco. Apenas hay asientos para el aforo que aceptan y las miradas furibundas entre comensales en busca de taburete no hacen presagiar nada bueno. No sé como no se cometen más crímenes allí dentro. Queda la opción de los horarios intempestivos que, en casos de hiperéxito como el de San Miguel ni siquiera existe dado que los turistas carecen de horarios humanos y se abarrotan a todas horas.


El Marcado de San Miguel, en la plaza homónima de Madrid, es el guía espiritual de todos los mercados de especialidades gastronómicas que nos invaden. Suele ser imposible entrar en él, y tomar algo sentado es un milagro.

Los que mejor trabajo de interiorismo muestran son aquellos que han sabido respetar viejas estructuras decimonónicas puestas al día con inteligencia y que muestran la eterna belleza de la arquitectura del acero (San Miguel). Aquellos que se deben conformar con la huella feucha de un espacio que nunca fue bello son los que más agradecen el mogollón humano y la moda de la gastronomía radical (San Antón). 


Mercat de la Princesa de Barcelona: piedras milenarias castigadas con estucos feos y tapicerías de bar de carretera. Lo que no hay que hacer en un mercado.

Y finalmente hay que reseñar algún ejemplo triste como el del Mercat de la Princesa de Barcelona que no puede disimular con una señalética primorosa el horror que ofrecen las paredes y columnas pintadas con estucos venecianos de colores imposibles capaces de avergonzar las vecinas piedras milenarias. Un ejemplo más de los males que acarrea el confiar el diseño de un espacio a los técnicos en marketing y olvidar la figura del interiorista al plantear un proyecto de esta envergadura. Y, por favor de Dios, que alguien prohíba colocar más sillas Tolix en los restaurantes de moda. Un poco más de imaginación, señores interioristas.